Dobo

Para la gente de fuera del pueblo era tan sólo un perro cualquiera, marrón pajizo y con pinta de haber vivido mejores épocas. Pero para los habitantes de Vilanoa, Dobo era un ser único y excepcional.

Cuenta la leyenda, que ya muchos siglos atrás, en un día de lluvia invernal apareció en el rio que rodea a la aldea un canasto de mimbre; flotando entre las fuertes corrientes llegó hasta la orilla, quedándose varado entre unas ramas. Un pastor que estaba juntando a las últimas ovejas de su rebaño fue quien lo vio. Pensando que podía haber algo valioso dentro recogió su pantalón y pies en agua se acercó. Allí estaba, era un cachorro recien nacido, con el pelaje marrón brillante, como el sol. Lo llevó consigo, y lo alimentó y cuidó hasta que este se hizo ya un perro jóven y sano.

Todo el mundo en el pueblo le había cogido cariño, era un perro dulce y cariñoso, paseaba libremente entre las casas de los vecinos, que lo recibían siempre con algún aperitivo.

Pero algo extraño sucedía, el tiempo pasaba, su dueño se hacía viejo, lo niños se convertían en hombres, pero él seguía igual. Su melena pajiza brillaba con más intensidad, su fuerza y energía parecían no sólo no disminuir, sino hacerse cada vez mayor. Y así pasaron cuarenta años desde que el pastor lo encontró. Nadie se lo explicaba, era un milagro.

Un día, mientras el anciano pastor salía de su casa a llevar las ovejas al campo, tropezó con una piedra y cayó estrepitosamente rodando ladera abajo. Si hubiera sido más jóven el daño habría sido poco, pero ya contaba con una edad muy avanzada y las magulladuras fueron tantas que ni siquiera el médico podía hacer algo por él.

Era grande la tristeza que sobrecogió a los habitantes de Vilanoa, pues todos tenían en alta estima a este buen hombre.

Sin saber que hacer, los vecinos iban y venían de la casa del pastor, llevándole comida, hierbas medicinales, y tratando de hacerlo sentir lo más cómodo posible.

Cuando ya el final parecía acercarse, dijo el pastor: “Traedme a Dobo, quiero despedirme de él”. Así lo hicieron sus amigos, y dejándolo a solas con él, cerraron la puerta de la habitación mientras el perro se acercaba a la cama de su dueño con paso apenado.

“Mi buen amigo, has estado a mi lado todos estos años. No sé cómo es posible que tu seas tan jóven y yo esté en esta cama con esta cara tan arrugada… pero no puedo dejar de sonreir al verte, a pesar de que ya no tenga tantos dientes como antes, ¿verdad bribón?” – dijo el pastor riendo – “Echaré de menos ir al campo a cuidar las ovejar contigo, hemos pasado buenos momentos.”
Triste por tener que dejar a su amigo, el pastor se puso a llorar, tapándose la cara para que su querido Dobo no lo viera así por última vez.

Entonces, cuando apartó sus manos, vio al perro subido encima suyo, delante mismo de su cara, mirándole fijamente, como si estuviese viendo en su propio corazón. La luz se hizo cada vez más brillante, como si mil relámpagos estallasen delante de sus pupilas. Dobo se acercó aún más, y la luz se hizo todavía más brillante, tanto que el pastor pensó quedarse ciego. Y cuando creía que ya el fin se cernía sobre él, lo sintió. Aquella calidez, era una sensación que nunca antes recorriera su cuerpo. Sentía recobrar sus fuerzas y sus ganas de vivir. El corazón le latía con fuerza, la sangre recorría sus venas a toda velocidad. Y de pronto, oscuridad.

Poco a poco, abrió los ojos y fue viendo, primero colores, luego formas y siluetas, y finalmente su habitación. Miró sus manos, eran jóvenes y vigorosas. Miró sus piernas, ya no parecían las piernas de un anciano. Se levantó, sin dificultad ninguna ante su asombro, y se dirigió al espejo. Era joven otra vez, como aquel día de lluvia invernal.

Cuando se dio la vuelta, allí estaba, Dobo. Aunque ahora su pelo ya no brillaba tanto, lucía alguna cana blanca. Parecía mayor y más cansado. Pero estaba feliz, movía su rabo con fuerza y en cuanto el pastor dio un paso se lanzó a sus brazos.

Era un milagro, Dobo le había dado parte de su vida a aquel hombre que antaño salvara la suya. Compartiendo así su destino.

Durante muchos años se habló de esto en el pueblo, pero como el incesante paso del tiempo, tan sólo el recuerdo de la historia fue quedando.

Así llegó esta leyenda hasta mis oídos, y con mis propios ojos puedo asegurar que vi yo a Dobo paseando por Vilanoa, con su pelaje pajizo y sus canas, su incansable movimiento de rabo. Siempre junto a un hombre del que nadie sabe su nombre.

A veces las historias son sólo eso, historias, pero quien sabe…

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